Ellos no consumen el tiempo de la misma manera. Para las jóvenes generaciones, el tiempo no significa ni lo usan de la misma manera que las generaciones anteriores. Aunque en apariencia es la relación con la tecnología lo que los diferencia de las generaciones anteriores, lo que más afecta el pacto intergeneracional que cohesionó la relación en el pasado es el uso de los tiempos. Aun más que las formas que adopta la comunicación interpersonal o el consumo de contenidos. Es su relación con el tiempo lo que podría estar en el trasfondo de todos esos cambios, ser el substrato sobre el que germen todos las transformaciones que emergen con cierta estridencia.
La flexibilidad parece modelar gran parte de sus prácticas sociales. Parecería como si los tiempos se ajustaran a las condiciones de una vida sin relojes. Debe ser porque la hora ya no está presente como antes. Es en el bolsillo que se esconde la irreductible realidad temporal, la única verdad inexorable. La hora queda sometida a la invisibilidad, condenada a ser parte de un sistema de “aplicaciones” y “facilidades” que, aunque siempre disponibles, todas ellas compiten entre sí en la pantalla del móvil. El tiempo, el único de entre todos los bienes escasos que el hombre no supo replicar industrialmente, ya no representa lo que representó. Símbolo del único convenio universal que subsistió ala Guerra Fríay a las reglas implacables del mercado, el Tiempo juega a las escondidas.
El Tiempo se ha vuelto una “aplicación” como otras. Es en la pantalla del móvil que, a voluntad, se visualiza numéricamente la hora. Los relojes de pulsera desaparecen. La hora se olvida con más facilidad en el bolsillo. Los relojes mueren de monovalencia, tienden a desestimarse por servir solo a ello. Su mayor debilidad es inaceptable en la actualidad, la de un objeto que solo provee una única información o servicio, en detrimento del cual nacen y florecen otros muchos objetos sin finalidad única, polivalentes, enriquecidos constantemente por funciones antes foráneas, ahora propias. Lo digital se empodera con facilidad de las funciones informativas del mundo analógico, incluyendo obviamente el sistema de información horaria. Como objeto de representación, el reloj desaparece. Protagonista del mínimo sistema de convivencia que le aseguró al Hombre vivir en sociedad con creciente “eficiencia” durante los últimos dos siglos, y objeto de la era industrial, el reloj marca su atardecer.
¡Qué hubiera sido de la revolución industrial sin su mejor aliado! Después de vaciarlo de otros sentidos y de secularizar su visión del pasado y del futuro, convirtió el sistema de tiempos en su más básico instrumento para medir el rendimiento de las máquinas, de las personas y de las organizaciones. Su maquinaria se debilita, su imagen pierde carácter, el poder del reloj languidece. Una lógica dalística lo deja blandengue. Incapaz de erguirse, ya no asusta a nadie. Devenido rastrero, se escapa rumbo al horizonte, símbolo de un régimen empecinado en desaparecer lo más tarde posible.
Cuestiones de (in)seguridad, practicidad y economía lo han condenado a un desplazamiento constante hacia el lugar de los recuerdos. Solo por motivos de moda puede aun observarse como se porta, ni siquiera como se usa. Las megalópolis se han encargado de amplificar el fenómeno y de instituir nuevas excusas bajo la forma de flexibilizaciones crecientes de modo que todos en la jerarquía, casi sin excepción, han adoptado el resultado sin pedir disculpas. El apuramiento de las grandes ciudades se ha encargado de estimular un enfoque por resultados y empujar el reloj, el uso de los tiempos y las mediciones regulares y sistemáticas, al cajón de las antigüedades. Ya no hay horario de entrada ni de salida, ni franjas horarias para almorzar. Importan menos las faltas. Lo verdaderamente importante son los resultados.
En ese contexto, la moneda de intercambio se llama “atención”. Nada es mas escaso que el tiempo. Insumo básico, recurso necesario aunque no suficiente de la “atención” al otro, a lo ajeno, a si mismo, el tiempo condiciona la atención. La atención es escasa porque la percepción que tenemos del tiempo nos apura. El tiempo es la variable crítica sobre la que se ajusta la atención. Siendo el recurso humano imposible de reproducir, toda transacción económica tiene la atención como prerrequisito.[1] Todo intercambio comunicativo tiene la atención como condición intencional y funcional. En eso se funda la interactividad. En un intercambio económico del insumo más humano, más fungible, limitado y temible que el Hombre sin creencias trascendentales tiene. Todas sus relaciones sociales, independientemente de su naturaleza física, presencial, material o virtual, todas se sustentan en la gestión del tiempo de los intercambios, en su duración, su frecuencia, sus interrupciones. Las relaciones entre máquinas no hacen mas que replicar a su semejanza la relación entre personas, un mero intercambio de tiempos. El tiempo que me escucha, el tiempo que lo escucho. La atención que le concedo y la que me retribuye.
La variable tiempo es la que cambia las reglas de juego. El tiempo que disponemos para una actividad en detrimento de otra, de un enunciador en reemplazo de otro, la atención a un mensaje que esconde el anterior, una imagen que opaca otra. La atención se regla al tiempo. Y el tiempo, bajo la ilusión de que la omnipotencia humana acabará superando los límites temporales que conocemos de la vida terrenal, se ha transformado en una construcción social y cultural, económica si se quiere, pero no natural. La pérdida de su caracterización como algo que nos es dado discurre bajo un pensamiento iluminista, que considera el tiempo un valor monetarizable, carente de significación si se le quitara el valor transaccional. Desprovisto de toda carga ideológica, él es la ideología. Si bien el tiempo siempre ha sido resultado de una convención, un mero acto simbólico, ahora se intercambia con la fluidez de los bits. En las intermitencias, el mensaje pierde eficacia por la no depuración. Por la falta de pensamiento distante, el intercambio de tiempos se vuelve acrítico tanto como puede ser carente de significación y pertinencia para las partes.
Sin atención no hay capacidad pragmática, interpretativa. No hay estrategia argumentativa que pueda superar la no atención. Tampoco la hay que pueda superar la atención mínima, la unidad de tiempo en la que puede intercambiarse pedagógicamente dos mensajes. La publicidad ya se encargó de demostrar que la hiperbrevedad tiene sus limitaciones, que la optimización de la eficiencia es posible hasta cierto punto, hasta donde lo inteligible se hace irreductible, aun para las audiencias más sofisticadas y mejor educadas y mejor provistas para la recepción mediatizada.
El tiempo, prerrequisito de la vida en sociedad, tiende a incrementar su valor en la economía social a medida que se abandona la idea del pensamiento o del ocio vinculado a la contemplación como lugar de ser, sin tener, sin hacer, simplemente estando a la escucha del otro. El tiempo se ha vuelto la pieza de intercambio en toda economía. Más los intercambios se aceleran y se hacen fluidos, más se fragmenta, se valoriza, se intercambia.
Mas se prolonga la esperanza de vida, más vida de esa quiere el humano. Más la vida se prolonga, menos alcanza el tiempo. De nuevo la omnipotencia humana debilita la hipótesis de lo trascendente. Ningún tiempo es suficiente para deborar lo terrenal, para hacer un uso intensivo de lo que nos toca vivir aquí. Es lo único que parece hacernos finalmente iguales. Todos tememos el paso del tiempo por igual.
Lo único que realmente diferencian las generaciones entre sí es la relación que mantienen con el tiempo. Ni la relación con las máquinas, ni con el trabajo, ni con la ciudad o el arte estaría cambiando tanto si la variable tiempo no tuviese el peso relativo que ha alcanzado. Es la relación con el tiempo. Los tiempos sociales eran los principales estructurantes de la vida humana. La humanidad se reconocía en ello. Disponíamos de un orden cultural, un constructo que indicaba el orden de las cosas en una secuencia. Eso es lo que está cambiando. La variable tiempo es la regla que hace equitativo el juego. Cambiar la regla del tiempo, es trastocar las formas y el fondo.
[1] Falkinger, Josef. Limited Attention as a Scarce Resource in Information-Rich Economies. Economic Journal, Vol. 118, No. 532, pp. 1596-1620, October 2008. Disponible en SSRN: http://ssrn.com/abstract=1270303. Doi:10.1111/j.1468-0297.2008.02182.x.